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09 enero 2007

Inevitable

Mailendos es un mundo peculiar. No hay adolescentes ni ancianos, nadie mayor de 7 años o que no este entre los 21 años y los 49. Y es que tras el exilio todo el mundo elige la edad de adulto que quiere tener. Basta con desearlo y se produce. No puedes pasar de esas barreras, si lo intentas te quedas con tu edad actual. Con el paso del tiempo todos entendieron esto y dejaron de intentarlo. Puede que nuestro mundo tenga límite, pero desde el principio de los tiempos nadie lo ha encontrado. Somos eternos y cada vez somos más, y nunca supuso ningún problema. A pesar de ser eternos no somos inmortales, o al menos no en el sentido tradicional de la palabra. Todos los que estamos aquí, hemos nacido, hemos pasado siete años con nuestros padres, hemos sido exiliados, hemos muerto y hemos vuelto, quizás para siempre.

Entre nosotros cada cierto tiempo nacen dioses. Son personas como todo el mundo, pero tienen un don especial que ha configurado nuestra manera de existir. Están repartidos por toda nuestra geografía y siempre cerca de los innumerables lagos que posee Mailendos. Siempre están rodeados de gente aceptando siempre la misma solicitud, tocar el agua del lago. Cuando un Dios toca el agua de un lago, éste se vuelve por un instante opaco y al momento refleja las imágenes de Follken el mundo del exilio. La otra gran diferencia entre los dioses y las personas normales es que pueden abrir una especie de puerta entre los dos mundos, una puerta por la que todos hemos pasado una única vez.

Recuerdo perfectamente cuando me toco a mi. Llevaba mucho tiempo preparándome para ello, casi desde los seis años. Pasar al exilio no era cualquier cosa. No volverías a ver a tus padres durante toda una vida. No ibas a un lugar desconocido, infinidad de veces lo habías visto en los lagos gracias a los dioses. Era un mundo pequeño, totalmente conocido y de una diversidad deslumbrante. Era la antítesis de Mailendos. Por ello a todos los niños sin excepción, Follken les parecía excitante. Desde tiempos inmemoriales el exilio había servido para hacer madurar a las personas. Tenías que encontrarte a ti mismo.

Conocer el sentido de tu existencia. Para ello, durante el paso al otro mundo, sufrías una transformación. Tu espíritu se fusionaba con la esencia de otro animal. Recordabas toda tu existencia anterior y la sensación de que tarde o temprano regresarías, pero olvidabas por completo la manera de hacerlo. Pronto aprendías las reglas de tu nueva vida y te unías a tu clan. Minotauros, Hombres pájaro, Licántropos, Sirenas u otros muchos. En mi caso y tras despertar como de un leve sueño aparecí como un majestuoso Centauro.

Pronto me acostumbré a mi nueva vida. Galopar por las praderas, la caza con arco, las carreras con los compañeros y los flirteos con las muchachas centauro. Era una vida sin complicaciones, nadábamos en la abundancia y los problemas escaseaban. Todos me conocían por Kouros. No destacaba en ningún aspecto ya fuese positivo o negativo, y eso poco a poco fue degenerando en indiferencia. A mi no me importaba, me gustaba estar acompañado, pero no me asustaba la soledad. Tampoco congenié especialmente con nadie. No eran como yo. Todos encontraban pronto sus anhelos. Ser el más rápido. El más fuerte. El más certero. Ser el líder, el consejero o el administrador. A todos les interesaba algo en especial y ponían todo su empeño en alcanzar la perfección en ello. Yo los admiraba en secreto y me preguntaba que es lo que yo deseaba en el fondo de mi alma. Hacía 21 años desde que amanecí en Follken y seguía sin rumbo. Poco a poco me volví un hombre de ideas fijas, o mejor dicho, un animal de fijas costumbres. El caso es que por algún extraño motivo paseaba todas las tardes por la playa. Me encantaba sentir la brisa del mar y librar a mi suave lomo de los molestos mosquitos de la colina. Sentir como mis cascos se hundían en la arena mojada. Tener medio cuerpo de caballo tenía muchas ventajas. A alguien inquieto como yo, le encanta viajar y nosotros podíamos recorrer inmensas distancias sin fatigarnos. No puedo evitar reconocer que me volví muy narcisista. Mi rostro agraciado, mi fuerte torso, mi suave piel, mis fuertes patas, mi poderoso galope, el porte de mi trote. Me veía a mi mismo como un ser insuperable. Todo el posible engreimiento que pudiese haber acumulado desapareció un atardecer de Julio. Fue la primera vez que la vi y nunca podré olvidar esa celestial visión. Apareció súbitamente del fondo del mar, se acercó a la orilla y se me quedo mirando. Era una joven sirena. Pelo rubio hasta la cintura, algo rizado. Ojos verdes profundos como un acantilado. Senos no muy grandes, de formas redondeadas. Un ombligo coquetón y por ultimo esa cola de pez con escamas verdes plateadas a juego con sus deslumbrantes ojos. Se acercó hasta la orilla sin dejar de mirarme. Sin hablarme me hizo una señal para que la cogiese en brazos. La monté sobre mi lomo y eché a correr. No dejaba de sonreír y eso me encantaba. Volví sobre mis pasos. Me alcé sobre mis patas traseras y la deje caer suavemente en un improvisado lago que se había formado en la orilla.

- Quiero que me hagas reír siempre. ¿ Lo harás ? - me preguntó.
- Por supuesto, viviré para ello, puedes estar segura.
- Eres un encanto. ¿ Lo sabías ?.
- Si tu lo dices no seré yo quien lo niegue - contesté con una divertida mueca.

No podía dejar de mirarla. Era superior a mis fuerzas. Decidí continuar la conversación y descubrir todo lo que pudiese sobre esta hermosa joven. Estaba enamorado. Era inevitable.

- ¿Sueles venir mucho por aquí? ¿Como te llamas? ¿Te quedarás mucho rato?
- Sí, Daué, un buen rato - respondió ella casi sin respirar.
- ¿Que trae por aquí a una criatura tan adorable como tú? - le pregunté con tono inquisidor.
- Es una historia muy larga.
- Tengo todo el tiempo del mundo - le respondí yo.

No se porqué ocurrió pero se sinceró conmigo. Llevaba un año menos que yo en este pequeño y agradable mundo. Contaba por tanto con 27 años. Ya no era un niña. Todos sus poros desprendían sensualidad.

Y a pesar de desear reír a todas horas flotaba sobre ella un halo de tristeza. Pronto descubrí el motivo. La persona que debía ser su media naranja no estaba a su altura. Era un apuesto medio pez de nombre Poepoe, mano derecha del líder del clan. Era arrogante, impulsivo, prepotente pero de buen corazón. Ella estaba con él casi desde su llegada. El ofreció protección y cobijo a Daué sin pedir nada a cambio. Le enseñó las reglas por las que se regían. Como obtener alimento. Como refugiarse de las tormentas. Como nadar contracorriente. Le enseñó las maravillas de las profundidades. Los bellos arrecifes de coral. Las cuevas submarinas. Era su acompañante en las fiestas bajo el agua del invierno y en las fiestas sobre la superficie en verano. Construyó con sus propias manos un refugio para ambos. Su vida tenía un rumbo fijo y ella no se quejaba porque no había conocido ningún otro tipo de vida. No había pasión en su vida pero no la echaba de menos. Era guiada en todo momento y ella se sentía feliz.

Cuando descubrió que Poepoe ofreció su desinteresada ayuda a otra recién llegada comenzó a plantearse algunas cosas. Ya no se sentía el centro de su universo bajo el mar. No podía dejar de atormentarse. ¿Tendría ella la culpa? ¿Le habría dado a él todo lo necesario para que no necesitara nada de ninguna otra? ¿Seria la primera sirena que no hechiza con su canto? Era sensata e inteligente y se lo planteó a él. Por un tiempo volvió a vivir para ella. Pero no duró mucho. El echaba de menos su labor de salvador. Y por tres veces volvió a ejercer de maestro de adolescentes sirenas. La vida dejó de ser idílica para Daué. Poepoe le echó en cara su falta de entusiasmo. Su falta de idolatría hacia él. Las demás suspiraban por tenerlo. Llego a decirla que sus encuentros íntimos con ella eran monótonos y como una obligación más que un deseo. Lo dejaron y lo volvieron a intentar varias veces. Ahora se hallaba inmersa en la última separación. Ella le pidió que no buscase a ninguna nueva y él por lo visto llevaba un tiempo cumpliendo ese deseo.

Ahora podría rememorar todas las conversaciones que tuvimos. Pero son para mí como un tesoro. Cuando pienso en ella me vuelvo egoísta. Todo sucedió de manera vertiginosa. Nos veíamos cada tarde bien en la playa, bien en la ribera del río junto al bosque. Estabamos el uno hecho para el otro. Las diferencias físicas eran para nosotros invisibles. Podíamos hablar de cualquier cosa. Reírnos juntos de las cosas mas inverosímiles. Nuestros mundos eran diametralmente opuestos. Ello nos daba un jugo interminable. No solo éramos afines en espíritu. Cada vez que nuestros voluptuosos cuerpos se entrelazaban ardíamos en llamas. Fueron cuatro semanas inmersos en el paraíso. Todo parecía ir como la seda.

Poepoe estuvo todo ese tiempo de viaje. Cuando volvió y supo de nuestra historia pareció enloquecer. Sufrió un ataque de celos espantoso. Lo que más le dolía no era que estuviese con otro. Lo que más le dolía era que yo fuese un Centauro. Un asqueroso ser de tierra firme como nos llamaban despectivamente. Ella volvió con él y me pidió que no intentará entrometerme. Nunca quise hacerlo. De todas formas me tendrían que haber salido aletas y no lo creo posible. Volvimos a vernos un par de días después de su vuelta al redil. La pasión volvió a desenfrenarse aunque en menor medida. Después pasaron un par de semanas y volvimos a vernos.

- ¿ Que tal estas ? - le pregunté con un nudo en el cuello.
- Voy tirando, pero me siento tranquila.
- ¿Me echas de menos? No me digas que no - supliqué.
- No puedo decirte que no. Cada vez que estoy con él te veo a mi lado. Y es peor cuando intenta besarme o tocarme. No estoy actuando bien. No estoy jugando limpio. No estoy poniendo todo la buena voluntad que debería para que salga bien.
- El no se merece todo lo que haces por él. No puedo entenderte. La primera vez tuvo disculpa, ¿pero ahora?. Uno puede ser algo excepcional. ¿Pero no sabes que dos es igual a infinito?
- No se de que me hablas - me contestó entre sonrisas.
- ¿Ves como sigo haciéndote reír? - pregunté mientras unas lágrimas aparecían sobre mis mejillas.
- Es mi decisión. ¿La respetarás? - me preguntó suavemente.
- Por supuesto. Siempre hago todo lo que tu me dices - respondí mientras me acercaba a sus labios. La besé como si fuese la última vez. Quizás lo fuese.
- ¿Dime que no puedes controlarte cuando estás a mi lado? - le pregunté con malicia.
- ¿Acaso hace falta que te contesté? - me respondió mimosa.
- Dímelo - le susurré.
- No puedo controlarme. Pero eso no cambia las cosas.
- Está bien. Veo que no puedo hacer nada. Tu sabes que no soy como él. Soy mejor - Ella sonrió de nuevo - Y por eso voy a quitarme de en medio aunque me duela.
- ¿Me desearas suerte? - me dijo.
- Con él no. Soy honesto. Quiero que seas feliz y estoy convencido de que no lo serás junto a él.
- No puedes entenderlo. Son muchos años. Contigo he estado apenas un mes - y me miro dulcemente a los ojos.
- Supongo que no puedo quererte porque eso implica el concepto de tiempo y tu y yo no lo hemos tenido. Tampoco estoy enamorado de ti porque eso implica el concepto de idealizarte y yo ya conozco todos tus defectos e imperfecciones aunque no me importen. Por eso he llegado a la conclusión de que te amo. Te amo como no he amado a nadie en mi vida. Y nunca dejaré de amarte pase lo que pase. Adiós - y comencé a galopar hacia el bosque.
- Adiós, perdóname, perdóname, perdóname..... - me decía cada vez con la voz más apagada.

Pasé un par de días ahogado en llantos. Al fin me recuperé y lo vi todo claro. Ahora sabía cual era el objetivo de mi vida. Descubrí el sentido de mi existencia. Todo lo que ansiaba para el resto de mis días. Quería, quiero compartir mi ser con ella, con Daué. En ese preciso instante supe como volver a Mailendos.

En mi mente apareció, como en el de muchos otros antes que yo, el conocimiento que uno debía aprender en el exilio. Para vivir hay que morir. Y que puede ser más bello que morir por el amor de ella. Ya no tenía sentido la espera en este mundo. Aunque su historia con Poepoe no saliese bien, de lo que estoy seguro, estamos destinados a algo mucho más grande. A algo mucho mejor. A la eternidad juntos en perpetua juventud.

Galope sin cesar hasta el acantilado mayor de Follken. Respiré hondo y me arrojé al vacío. Me suicidé por amor. Hice el sacrificio supremo. Morí. Acabé mi exilio y amanecí plácidamente junto a un lago. Un par de dioses estaban a mi lado. Me sonrieron y me dieron la bienvenida. Me miré de arriba a abajo. Había perdido mi parte animal. Me sentía un poco raro pero contento. Fue una sensación maravillosa volver a caminar. Estaba de vuelta. Quizás para siempre. Mi exilio había concluido. Era inevitable. Daué pronto conocerá la noticia de mi muerte. De mi suicidio por amor. Puede que comprenda mi acto y descubra la verdad. Sería el acto más bonito. Moriría asimismo por mi. Y pronto estaríamos juntos.
Puede que siga intentándolo con él. En ese caso puede que sean felices durante algún tiempo o que definitivamente descubra que no están hechos el uno para el otro. Pueden suceder muchas cosas ahí abajo. Pero yo se que me ama tanto como yo a ella. Los de aquí conocemos la verdad de los de allí. Puede pasar mucho tiempo. Yo seguiré sus pasos, viéndola a través de cualquier lago de Mailendos. Pero que significan diez, veinte, treinta, cuarenta años, cuando se dispone de la eternidad. Ella morirá mañana o dentro de cincuenta años. Pero tarde o temprano descubrirá su verdad, el sentido de su vida, la razón de su exilio. Y ese día yo la estaré esperando con los brazos abiertos y los ojos llenos de lágrimas. Pero esta vez serán de alegría. Es lo que ha venido pasando desde siempre. Es la historia de nuestro mundo. Es inevitable.

Sevilla, 20 de Agosto de 1998.

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